El cap. 3 da entrada al primero de los poemas. Job se lamenta de su desgracia en términos que revelan una amargura profunda, muy distante de aquel ánimo sereno con que en el prólogo hacía frente a la adversidad. Ahora predominan en Job las quejas y los acentos apasionados, y sin cesar se pregunta por qué Dios envía sufrimientos a alguien que, como él, siempre lo ha servido con fidelidad y nada malo ha hecho.
La respuesta de sus tres amigos se repite una y otra vez: la desgracia es el castigo del pecado, de modo que un grave pecado ha de haber cometido Job, cuando Dios lo castiga con tantos males; únicamente si se arrepiente volverá a gozar de las bendiciones del Señor. Pero esta argumentación no satisface a Job; él sabe que no es culpable, y confía en que Dios mismo sea testigo de su inocencia y lo justifique y le revele al fin el porqué de tanto sufrimiento (31.35-37; cf. 19.25-27).
Concluida esta serie de discursos, interviene Eliú en el coloquio para reprochar la osadía de Job y lo inadecuado de las respuestas de sus tres visitantes. El estilo de esta sección es reiterativo y enfático. Eliú reclama la atención de los presentes, ante quienes se anuncia como un maestro imparcial que, aun siendo joven, está bien capacitado para dar lecciones y emitir sabios juicios (32.11-22) y acusaciones (34.7-9,34-37).
No obstante el tono altanero de este personaje, sus palabras invitan a la reflexión. Porque él exalta la justicia y la sabiduría, la santidad y la grandeza de Dios, y pone un énfasis particular en el valor pedagógico del dolor humano. Dios, por medio del sufrimiento, puede llevar al pecador a la conversión y a la salvación (cf. 36.5-16).
El último discurso pertenece a Jehová, que habla «a Job desde un torbellino» (38.1; 40.6). Dios se le manifiesta así, rompiendo el silencio que hasta entonces había guardado y del que Job se había quejado a menudo. Pero, sorprendentemente, las palabras del Señor no hacen referencia a los padecimientos de Job, sino que son una afirmación de la grandeza de Dios, de su poder y de la sabiduría inescrutable de su gobierno universal. Job, tocado en su conciencia, confiesa ser un ignorante y atrevido que «hablaba lo que no entendía» (42.3). Aborreciéndose a sí mismo y arrepentido «en polvo y ceniza» (42.6), mantiene su confianza en Dios, aun cuando no haya logrado descifrar el misterio de los sufrimientos y la infelicidad del inocente (38.1—42.6).
En la conclusión en prosa del libro, Jehová reprende a los visitantes, alaba la fidelidad de Job y le devuelve con creces lo que había perdido de hacienda, familia y amistades (42.10-15).
Es evidente que este libro no pretende establecer una teoría general acerca del sufrimiento humano, ni tampoco una particular en torno a la infelicidad de que también son objeto quienes aman al Señor y actúan con rectitud. Lo que el libro ofrece es el planteamiento dialogado de dos puntos de vista sobre la causa de la desgracia: el tradicional, sostenido por Elifaz, Bildad y Zofar, según el cual Dios premia en este mundo al bueno y castiga al malo; y el que Job representa negándose a admitir que su infortunio personal se deba a un castigo divino. En esta doble y contradictoria perspectiva, la voz de Dios se deja oír finalmente para llevar a los dialogantes al reconocimiento de la incapacidad humana de comprender lo misterioso de los designios divinos.